Ronald Orellana.
La primera alusión al baobab me llegó a los siete años cuando leí por primera vez El principito. La idea de un árbol que crecía entre los asteroides fue para mí una verdad irrefutable. En aquellos años, solía subir a los tejados y pasarme horas observando el cielo nocturno. Era fascinante pensar que el infinito estaba lleno de su propia flora y fauna, con sus bosques y su hidrografía de leche. En las noches claras me parecía ver algo más que estrellas fugaces. Yo pensaba que las tardes tenían ese color rojizo porque los baobabs mudaban sus hojas, como en otoño los árboles de maple.
Con el tiempo, a los catorce años, cuando descubrí la belleza de los senos femeninos, todo eso se fue diluyendo, ya no asistí a mis citas nocturnas; ya no apoyaba mi nariz sobre los vidrios de las ventanas; había descubierto el precio de las cosas.
Me costó menos desnudarme de mi creencia en Dios, que rechazar la idea de que el infinito estaba arborizado.
Hoy quisiera volver a esas antiguas cosas.
2 comentarios:
te invito a a que tus sueños se realizen a media noche, tu en tu baobab y yo en la entrada del tripaweantu
Beleth: es un placer tenerte por aquí, ya te extrañaba.
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