martes, 19 de febrero de 2008

EL MANUSCRITO. II


Ronald Orellana.


Sumergió su cuerpo desnudo en el agua, como si presintiera que seria la última vez que gozaría de los dones del líquido, como si supiera de la aridez del terreno que le tocaría recorrer. Penetraron sus manos en el cristal, bebió y mojó su cara, al desaparecer las ondas divisó su rostro.

Emprendió la marcha, sólo un levie(1) y gastadas sandalias eran su vestido. Después de un largo trecho, bajó de nuevo la mirada, pero esta vez no lo sorprendió su rostro, sino la tierra quebrantada por la aridez, que en forma caprichosa modelaba mosaicos parecidos a las líneas de sus manos; levantó la vista, lo cegó el Sol, como mostrándole que se encontraba en su poder: <me pertenece tu vida>, oyó que alguien le dijo.

Recordó su niñez; sus años de juventud; los primeros ritos de iniciación a la vida adulta y sus victorias de guerrero. Los recuerdos le llegaron de golpe, luego sintió hambre, y evoco el crótalo que se procuro el primer crepúsculo de su entrada a la nada, este recuerdo le llevó a una imagen: el fuego, la ardiente fogata que le abrazaba del frío, esas formas cambiantes, como lenguas de dioses, ¿o acaso de un solo Dios?

En su poder, El manuscrito: bello papiro escrito con caracteres de sangre, su deber era protegerlo de la destrucción de los bárbaros por eso abandonó a los suyos, los pocos que compartían su estirpe después de haber sido diezmados por hordas enemigas.

Los días pasaron, las fatigas del trayecto fueron mermando sus carnes, sus labios comenzaron a agrietarse. Cayó, mordió el suelo, articuló una oración en su arcaico dialecto pero sus dioses no le escucharon, sintió que la ira se ahogaba en su garganta, luego musitó una blasfemia, sintió un sopor extraño, cerró sus ojos.

<< Hoy estas aquí, frente a Mi >>.




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(1) Especie de túnica que se utiliza para aislar el calor del desierto.

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