lunes, 24 de octubre de 2016

GRACIAS POR TODO MAESTRO...

Quedamos de reunirnos en un café de la Calle Arce, yo te llevaba el tomo de las obras completas de Borges que me prestaste.  Tú traías un legajo de páginas en un folder: eran mis cuentos, que días antes me habías pedido para hacer una selección de lo que había producido durante el taller. Recuerdo que me dijiste, con esa vos tuya, siempre parecida a un susurro: “…vaya, esto podría ser un libro; estos cuentos tienen unidad…” yo recibí contento el folder, había tenido tu visto bueno.

Luego hablamos de tu salud, de cómo habías salido recientemente del hospital, y concertamos una nueva fecha para tomarnos otra vez un café, y para hablar del proceso de mi libro; encuentro que ya no se dio, porque me distancié de la literatura y tú te agravaste de salud.  

Recuerdo que la última vez que te llamé por teléfono acababa de leer tu libro: “El Canto Aún Cantado”; porque preparaba una charla sobre tu vida y obra para la biblioteca pública de Santa Ana, te di las gracias por escribir el libro, te escuche cansado y prometí que te llamaría de nuevo, no lo hice, porque tengo ese defecto de dejar las cosas para después,  hoy me lamento de no haberlo hecho.

Luego entré en el remolino de la vida, el trabajo, etc., y mi indisciplina de pasar incomunicado, de desconectarme del mundo y de la gente. Me enteré de un homenaje que te hicieron recientemente, y no pude ir.  Hoy mis lágrimas caen sobre el café, aquel café de vaso desechable que compartíamos en el taller, con mis compañeros, aquellos miércoles en los que yo me sentía verdaderamente feliz, por compartir esa literatura que siempre amamos.

Maestro, gracias por habernos regalado tu tiempo, gracias por tus enseñanzas, por compartir tu sonrisa de niño y esa mirada limpia que nunca mancharon las vicisitudes y los años.   

Sobre todo: gracias por escribir y dejarnos tu literatura….

jueves, 20 de octubre de 2016

Paradojas del destino…

Durante el año 2012, junto a dos amigos, Walldemar Romero y Sergio Garay, emprendimos una aventura literaria llamada: “Circulo Literario Mishima”. Era un inocente esfuerzo por difundir la literatura, propia y ajena, en varios medios: escuelas, bibliotecas, centros culturales etc.  

El proyecto duró, esencialmente, cerca de dos años. Poco a poco, cada uno tomó distinto camino. Debo asegurar que fue durante ese tiempo que me sentí más conectado con el quehacer literario, pues no he vuelto a participar en actividades de esa índole. Básicamente, el único que se mantiene activo bajo esa idea es mi compañero Walldemar, pues él, bien o mal, sigue difundiendo la literatura desde su perspectiva.

Por esos años me tocaba viajar continuamente de Santa Ana a San Salvador,  para asistir a las distintas actividades culturales de la capital. Trabajaba como docente de educación básica en un colegio de mala muerte y vivía tranquilo, sin más tropiezos en la casa paterna. Emigré con el objetivo de mejorar mi situación económica  y tener más tiempo para la literatura, pero hoy que vivo en San Salvador es lo menos que he podido hacer. En lugar de estar más cerca, estoy más lejos. Y  la mayor ironía es que Wally y yo  estamos en la misma calle, (la avenida Monseñor Romero) sólo nos dividen  unas cuantas cuadras. Él,  leyendo poesía durante las tardes, y vendiendo libros en Plaza Morazán, y yo vendiendo frijoles en una acera, afuera del lugar donde vivo. Cuando le escribo a Wally por las redes sociales aquel me dice: “Huela hermano, usted se pierde…”, y yo le contesto: “…es que no hay tiempo compañero…”

Si me hubieran dicho que eso sucedería, allá por el año 2012, no lo habría creído.  

        

martes, 18 de octubre de 2016

Francisco Guirola.

Nacido en la primera década del siglo XX, Francisco Guirola Morán, era originario de Izalco, municipio del departamento de Sonsonate, ubicado al occidente de nuestro país: hasta la fecha, esa información me parece un tanto incierta, pues no he podido corroborarla con un documento fehaciente; pero, en palabras de mi madre, mi bisabuelo materno: José María Guirola, emigró con el niño recién nacido hasta Santa Ana, donde se asentaron en una zona rural al sureste de la cabera departamental, lugar que posteriormente se llamaría: caserío “Los Guirola”. 

Papa Chico, como era conocido entre sus hijos y nietos, era una persona disciplinada. De carácter fuerte y ordenado. Se dedicaba a la agricultura y a la ganadería. Mi madre me comenta que en los  años cuarenta, cuando los vehículos en El Salvador no eran muy comunes, él ejercía también el oficio de carretero, y que emprendía largas jornadas hasta el puerto de Acajutla con su yunta de bueyes llevando café o caña de azúcar.   

Muchas cosas recuerdo de mi abuelo, y puedo presumir, aunque esa presunción parezca cruel, que entre todos sus nietos, yo era el preferido. Me acuerdo que me hacía “troncomóviles” de madera, un detalle que hoy en día para algunos parecería simple, pero en mi interior era una gran muestra de afecto. También jugaba conmigo haciéndome sus famosos “venados”, el juego consistía en que él me tomaba por los brazos y piernas con sus manos, y me daba vueltas y vueltas hasta marearme, me parecía tan divertido que siempre que lo veía le decía: “Hágame un venao pa’chico”. Como dije arriba, aunque era una persona muy sería, y hasta severa, con los nietos se sabía ablandar, como todo buen abuelo.

Son esas, y más cosas las que recuerdo de papa chico.