viernes, 11 de enero de 2008

LA ISLA.


Ronald Orellana.

En las grutas inescrutables de una isla deshabitada perteneciente a alguno de los mares australes, se han encontrado pinturas de pajarracos, elaboradas con el artificio de unir ambas manos.

Por hoy, no se si algún día penetraré en ese hueco genital, pero el imaginarme dentro de esas cavernas, me lleva a este espejismo: una mujer de piel cetrina, sale de un rincón en sombra a atizar las brasas de lo que quedó de la fogata nocturna. Con un niño prendado de sus senos.

Según inferencias de los entendidos en el tema, los habitantes de la isla oficiaron una serie de ritos a la propiciación de sus dioses o parientes tutelares, construyeron enormes efigies en su honor (¿acaso para engendrarlos en la piedra?); edificaron grandes templos y ciudades [1]; se ataviaron de lujosos atuendos; fueron diestros en la pesca y la crianza de crótalos para su propio consumo.

Nada se infiere de sus conductas bélicas, salvo que una generación dejó de propiciar a los dioses; asesinó a la casta sacerdotal (a tanto llegó la vendetta, que en las calles no se soportó el hedor de la sangre); decapitaron a las estatuas; y quemaron los templos y ciudades. Después de la revuelta, los hombres corrieron desnudos hacia los árboles, y se dedicaron al llamado culto del pájaro.

Otros sostienen que los hechos sucedieron la inversa, pues los nativos no tenían nuestra concepción espacio temporal. Esta tesis anula el desenfreno y la violencia. En mi opinión es tan ingenua y banal como la antecedente teoría.


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[1] En las excavaciones se han encontrado lechos de carbón, leña y cuerdas las cuales son argumento suficiente para sostener que los aborígenes pertenecían a una cultura muy avanzada.

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