Desde que me encontraba en la pre-adolescencia, (recurro al cliché que
ese término me obliga a utilizar, sólo para poder nombrar una etapa de mi vida)
empecé a formularme una serie de interrogantes que al final podían resumirse en
una: ¿Por qué todos aceptan lo establecido sin ni siquiera darse la oportunidad
de cuestionarlo? Sé que esa no es una pregunta apta para un niño de 13 años,
pero, cuando estaba parado en el altar mayor, vestido de acólito, mientras veía
a todos dándose golpes de pecho, y mientras yo, disfrazado como un estúpido y
sosteniendo un incensario repetía también un: “por mi culpa… Por mi culpa…. Por
mi grave culpa…” volvía a la vida despierta y veía las caras compungidas
de la gente, que demostraban su infelicidad; luego me decía: ¿Qué hago aquí? y me
preguntaba también si los demás, después de participar de ese circo, volvían a
la vida despierta y se hacían la misma pregunta. La situación que ejemplifico,
y muchas otras referentes a otros aspectos, (no sólo a la religión) y que no
ameritan espacio en estas líneas fueron las que configurando esas interrogantes
en mi pueril cabeza.
No fue sino hasta que hurgué en la filosofía que descubrí la respuesta
a todas esas preguntas. Descubrí que el sistema sólo te deja ganar
unas pocas veces para que le sigas dando, para que sigas con la lengua
extendida bajo su gotero. Lo que llamamos delincuentes lo han notado, o es una
pulsión inconsciente por eso viven al
margen del sistema. Nosotros, el rebaño, pensamos que son ellos los que están
equivocados cuando es todo lo contrario. Somos esclavos de nuestras
responsabilidades con la sociedad. La sociedad y la convivencia armónica con
nuestro prójimo es la más grande de las ficciones, es una ficción maléfica
porque se encarga de domesticar al animal-hombre, lo estruja, lo envilece. Es
muy parecido a lo que sucede con el perro, pues antaño, cuando el perro no
había adquirido su actual naturaleza era un animal majestuoso, puro, libre; cambio
esa majestuosidad por la seguridad que le traía el mendigar las sobras que los
hombres le lanzaban, hoy se ha degradado la categoría servil que conocemos. Como
nosotros dentro de este sistema, sorbiendo una la felicidad enlatada como un
producto de consumo, en estos tiempos en que la felicidad se compra con Mastercard
y Credomatic. Te llevas bien con los demás siempre y cuando entre tu relación
con ellos no se inmiscuya el amor o el dinero.
En mi caso, atender a convenciones como el
trabajo, la familia, la religión, etc., me tienen harto, soy raro para los demás
porque no me adscribo al canibalismo simbólico que ellos profesan, porque no doblo
mis rodillas ante la idea de ningún dios. Los demás quieren discutirme eso, no
saben la calvicie, la caspa y seborrea que todas sus ideas me ocasionan. Sin embargo,
cualquiera que me conoce personalmente podrá constatar que soy mucho más
sincero que la gran mayoría. Me cansé de
darle la razón a los demás, de decirle a alguien que sus ideas huelen cuando su
boca apesta peor que una cloaca de aguas negras. No es hipocresía, no,
simplemente es un afuero de sinceridad.
Las convenciones
sociales lo obligan a uno a hacer cosas que uno en su fuero interno no quiere…
el sueño del trabajo, el matrimonio y la familia como la felicidad, cuando
puedes encontrar la felicidad en otras cosas, más sencillas y que muchos no ven
a simple vista. Algo que para muchos es incomprensible como disfrutar
tu propia soledad podría ser una de esas cosas. Que el hombre esté en armonía con
sus semejantes es algo fuera de lógica, no es una ficción verosímil, si ves a alguien
siempre alegre algo malo debe de haber en él. El hombre es el único animal gregario
que se come así mismo, es como sí se nos obligara vivir en sociedad, e inconscientemente
la rechazáramos. Cultivar un poco de amargura y odio es sano de vez en cuando. Va más
con nuestra naturaleza de hombre como lobo del hombre mismo (Homo homini lupus).
Así que ahora, cuando camines por la calle y te encuentres con los demás transeúntes,
no oses en saludarlos. O con quien te sientes a comer a la mesa, no oses en
desearle buen provecho. Conocidos o extraños: sabes que ellos, potencialmente,
tienen la facultad de eliminarte. Y sea
quien sea lo hará, de las formas más creativas posibles, cuando encuentre la
oportunidad de hacerlo.