En los zapatos,
arrastrándose por los caminos,
sobre las gradas y escalones,
tendido sobre las baldosas,
en los alfeizares de las ventanas,
sobre los muebles y pasillos abandonados:
duerme el polvo.
Duerme el polvo,
agazapado como fiera al asecho.
Polvo de planetas, estrellas, galaxias.
Remedo de ceniza,
esencia fractal de la vida.
Levanta vuelo sobre paramos y desiertos,
retoza sobre las aceras,
escritorios, mesas, sillas, libreros;
y en todos los cobijos de lo humano:
duerme también el polvo.
Se esconde el polvo,
en los rincones más provectos,
se cuela bajo los intersticios de las puertas,
entra cual intruso entre las rendijas de las persianas,
toma de los rayos de luz forma de espectro,
acaricia las lápidas en los cementerios,
se acurruca al pie de las estatuas;
y hasta en los ataúdes bien cerrados:
descansa también el polvo.
Duerme el polvo,
eterno huésped de las casas deshabitadas,
acecha a los ancianos más tristes,
se arrastra por puentes y parques,
corroe los relojes,
se vuelve seda que cubre los libros;
y en la proximidad de nuestros huesos:
duerme también el polvo.