¿Qué sentimiento me devora? a mí, piedra, esta noche que camino por esta calle gélida. Con mis zapatos rotos donde se cuela la brisa. Y entre las lechosas luces, mi sonrisa se vuelve mueca; porque vivo en la ciudad donde todos sufrimos el desamor, que se asemeja al hambre. Donde los jóvenes lloramos porque nuestra esperma está maldita y los viejos esperan la muerte, sentados en las bancas de las plazas públicas.
Lloro las mismas lágrimas de mi generación, cada lágrima es una letra: mi desconsuelo es tener los ojos abiertos. Vivo en esta ciudad cargada de tugurios, apestada de indigentes en los umbrales, con olor a orines y travestis deambulando por las avenidas, donde todos somos remedo de vivientes. Donde sólo me quedan unas cuantas piedras en las que pueda trastabillar, y caer, y golpearme las narices, y dejar mi charco de sangre negra sobre la acera.
Que extraño: esta calle se llama “Libertad”, y termina en un callejón sin salida. Nadie está cerca: ¿Dónde hay una sombra que pueda cobijarme? Tengo sed, estoy cansado, el suelo tiembla bajo mis pasos, no puedo sostenerme más; me siento en la acera, palpo el concreto: está húmedo por la lluvia y los charcos reflejan las luces lechosas, me arrodillo para lavarme la cara, estando en el borde, veo mi rostro y recuerdo a un niño en otro tiempo: un niño llorando, sentado entre la multitud, todos pasaban, se dirigían autómatas hasta sus trabajos, a sus casas, al supermercado,… a la cita; todos con algo importante por hacer, todos conectados con la vida, nadie reparaba en el niño que estaba perdido, nadie lo veía, él sólo deseaba que alguien le hablara, sólo quería comenzar una conversación cualquiera, algo trivial, para empezar a olvidar algo más trivial aún: el sentirse solo.
Ahora recuerdo que ayer tenía una quilla donde asirme. Y hoy no tengo nada. Ahora agradecería tener una venda en los ojos, agradecería volver a estar ciego. Las últimas cosas en las que creía se fueron cuando halé la cadena del retrete. Esta noche, mientras camino por esta calle gélida, me siento contra las cuerdas, estoy frente a las candilejas de mi última escena.
Lloro las mismas lágrimas de mi generación, cada lágrima es una letra: mi desconsuelo es tener los ojos abiertos. Vivo en esta ciudad cargada de tugurios, apestada de indigentes en los umbrales, con olor a orines y travestis deambulando por las avenidas, donde todos somos remedo de vivientes. Donde sólo me quedan unas cuantas piedras en las que pueda trastabillar, y caer, y golpearme las narices, y dejar mi charco de sangre negra sobre la acera.
Que extraño: esta calle se llama “Libertad”, y termina en un callejón sin salida. Nadie está cerca: ¿Dónde hay una sombra que pueda cobijarme? Tengo sed, estoy cansado, el suelo tiembla bajo mis pasos, no puedo sostenerme más; me siento en la acera, palpo el concreto: está húmedo por la lluvia y los charcos reflejan las luces lechosas, me arrodillo para lavarme la cara, estando en el borde, veo mi rostro y recuerdo a un niño en otro tiempo: un niño llorando, sentado entre la multitud, todos pasaban, se dirigían autómatas hasta sus trabajos, a sus casas, al supermercado,… a la cita; todos con algo importante por hacer, todos conectados con la vida, nadie reparaba en el niño que estaba perdido, nadie lo veía, él sólo deseaba que alguien le hablara, sólo quería comenzar una conversación cualquiera, algo trivial, para empezar a olvidar algo más trivial aún: el sentirse solo.
Ahora recuerdo que ayer tenía una quilla donde asirme. Y hoy no tengo nada. Ahora agradecería tener una venda en los ojos, agradecería volver a estar ciego. Las últimas cosas en las que creía se fueron cuando halé la cadena del retrete. Esta noche, mientras camino por esta calle gélida, me siento contra las cuerdas, estoy frente a las candilejas de mi última escena.
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