viernes, 17 de julio de 2009

VIAJE AL INFIERNO PASANDO POR ANTONIO MATAMOROS.

PARTE I

Conduje por horas hasta que llegué a una encrucijada. Tomé el camino que decía: “Antonio Matamoros 60.00 kilómetros”; me adentré en una estrecha carretera rodeada de pastizales y cercos de ganado, donde difícilmente cabían dos vehículos a la vez; crucé un riachuelo de aguas turbias. La carretera de asfalto se terminó precipitadamente, la siguió una de limo que hacia atascar las llantas de mi Chevrolet. Me quedé varado en un atascadero, bajé del vehiculo para ver que podía hacer para seguir mi viaje, logré salir del barral, pero me di cuenta que pronto empezaría a llover, pues una gota calló sobre el vidrio de mis anteojos. Con la lluvia vino la noche, seguí conduciendo con dificultad hasta que llegué a un villorrio con cara de cuidad, las luces de mi camioneta iluminaron un letrero oxidado en el que se leía en letras borrosas “Bienvenido a Antonio Matamoros” sentí la extraña sensación de que el epígrafe había sido escrito especialmente para mi, salí por un momento bajo la lluvia para tocar la valla, deslice las yemas de mis dedos por las letras que se despintaron, solo me quedaron las cáscaras blancas de una “n”. Como ya era de noche deslumbraban muchos relámpagos, entonces recordé que mi madre me había dicho: “Mientras cae la lluvia, puede sorprenderte un rallo”, así que me apresuré y subí de nuevo al automóvil: no me había acomodado bien, cuando de repente, un rayo partió en dos el letrero, en el preciso lugar donde había estado parado tocando las letras, allí me di cuenta que me habían dado la bienvenida.

Mientras recorría las callejuelas del pueblo, me dí cuenta que abundaban las moscas, por los muertos insepultos dispersos por todos lados. No había luz, tenían tres meses de no tener servicio energético porque un rayo había atrofiado el sistema de alambrado y el ayuntamiento y las autoridades no habían restablecido el servicio por ser un lugar remoto.

Cuando llegué al hostal donde pasaría la noche, una anciana hosca me abrió la puerta, me condujo a luz de vela hacia mi habitación, mientras caminábamos por un pasillo me iluminó la cara con el candelabro y me preguntó: “A ver… ¿Qué menesteres traen a un citadino, joven y hermoso, a este culo del mundo? Señor, usted sabe que en Matamoros no hay nada de especial…” Yo le respondí que venía buscar el acta de nacimiento de mi madre, que la necesitaba para un asunto legal, algo que tenía que ver con la herencia que tenía que cobrar, luego ella me dijo: “A ver… y cual es el nombre de tu madre, talvez yo puedo ayudarte en algo, talvez yo la conozco”, le respondí que era hijo de Constanza Minero, que ella había muerto hace un mes, y que nada sabia de mis abuelos y demás ancestros, que talvez en Matamoros podía encontrar información sobre mis antepasados. Cuando ella oyó mencionar el apellido Minero, torció la boca y tiró un escupitajo al suelo, me vio con odio y me dijo: “Ah… o sea que usted es descendiente de los Minero, eso lo explica todo, usted es el vivo retrato de su abuelo, Ramón Minero”, sentí un leve escalofrío cuando ella pronunció RAMÓN, ese era el nombre que me habían impuesto y yo no sabia que ese había sido el nombre de mi abuelo, mi madre nunca me lo había dicho. “Si, o al menos así lo creo, mi nombre es Ramón Antonio Ojeda Minero, para servirle” le dije mientras le extendía la mano, saludo que ella no correspondió. “su nombre no me interesa” me dijo mientras seguía caminado, yo me sentí muy incomodo, y con el afán de obviar el mal rato, sonreí un poco, mientras los relámpagos nos iluminaban como flashes a ambos, antes de llegar a mi cuarto le pregunté porque habían tantos muertos tirados en la calle, ella me respondió ya más serena, como si hablar del tema le ocasionará placer: “Es que aquí no tenemos cementerio, la gente entierra a sus muertos en el patio de la casa, y como los inhuman a poca profundidad, no es extraño que en invierno, con las continuas lluvias, la tierra se lave y los muertitos se queden expuestos a los buitres, que por aquí abundan, no se porque, ah… y también abundan las moscas, a veces es agradable el zumbido de las mosquitas, dan ganas de dormirse con su arrullo, pero no se preocupe, hijo de mala madre, en unos días eso le parecerá lo más común del mundo, y cuando se valla, que yo espero que sea pronto, en la capital le hará falta ver esas cosas”. La vieja desdentada, mascullaba las últimas palabras mientras habría la puerta, “Solo puede quedarse esta noche aquí, mañana debe irse temprano a buscar otro lugar donde hospedarse, si hubiera sabido quien era, le juró que no le hubiera abierto la puerta” yo solo le dije con un tono de ironía: “gracias por la hospitalidad” ella cerró la puerta tras mis espaldas con una fuerza tal que me pareció que en un momento ella había recobrado la vitalidad de su juventud, por un instante me quedaron sonando en la mente las palabras que me había dicho: ¿A que se refería cuando me llamó hijo de mala madre?

Cuando entré, puse mi maleta de piel sobre la cama, la abrí y empecé a sacar todas mis pertenencias, me apresuré a sacar mi maquina de escribir, mientras sacaba unas camisas, calló al suelo una foto de mi madre, una ventisca me heló la nuca, allí me dí cuenta que la ventana estaba abierta, cuando un relámpago iluminó el jardín, vi la silueta de un hombre que estaba parado frente a la ventana, descorrí las cortinas, pero no vi nada, entonces pensé que lo había imaginado, mi mente estaba muy excitada por la conversación con la vieja, quería relajarme a toda costa, así que puse mi maquina de escribir sobre la mesita de noche, para trabajar en mi diario personal, después de un rato, apagué las velas y me recosté en la cama. La armazón del tejado crujía, y las ratas se paseaban sobre las vigas. Pero como estaba muy cansado me dormí en seguida. Mientras dormía tuve un sueño muy extraño: me soñé sacando mis pertenecías de la maleta, pero esta vez me encontraba en medio del desierto, era como una habitación sin paredes, solo la cama, la mesita de noche y un perchero, entonces saque de mi maleta un pájaro de tinta, que salió volando y dejo manchadas las sabanas, saqué un elefante, y lo colgué en el perchero, al final saqué la foto de mi madre y me oriné en ella.

Después de eso desperté y busqué la foto sobre la mesita de noche, sentí un gran alivio al ver que estaba allí. Me di cuenta entonces que ya había amanecido.

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