No volverás a ver la mirada triste del chico que observaba el infinito.
miércoles, 30 de enero de 2008
LADY BLUE. (Enrique Bumbury)
domingo, 20 de enero de 2008
Los gnomos.
De un momento a otro, sin preverlo, aparecen en una esquina de mi biblioteca, con sus ojos azules que ensayan toda la gama de iris hasta el verde. Desnudos, con una indigencia obscena que raya con el ghandinismo, por su único uso del taparrabo.
A menudo se burlan de mí, de mis grandes manos, me sonsacan que jamás conoceré completamente mi biblioteca, y tienen razón. Porque me saben efímero ellos presumen de su eternidad, el hecho de saberse perpetuos los envilece para conmigo.
Hay uno que se entretiene imitando mis movimientos, conoce todos mis gestos y está obsesionado con reproducir mis tics nerviosos, a veces suelo observarlo en su manía especular, lo veo fijamente a sus oceánicos ojos verdiazules, que me observan con cierta réplica, y comienzo a hacer muecas, las que él repite con gran placer, en otras ocasiones las prevé y aún antes de idearlas él se me adelanta en total sincronía, me hace pensar que posee la habilidad de leer la mente. Pobre amigo mío, el otro día le compré un espejo, y no acabó de asombrarse frente a su reflejo haciendo un millón de monadas, y calcando mis gestos con cierta mofa. El pobre incauto ha osado en peinarse de la misma forma que yo.
Por las noches me ayudan con alguna cita que olvido, o me asesoran con algún material que poseo y no he leído aún, me proponen ciertos temas, no sin expresa vanidad.
Sufren la adicción a los dulces, y muchas veces me extorsionan so pretexto de quemar mis habitaciones si no les traigo el manjar deseado: bombones, compotas, caramelos y nueces: Al verlos se resuelven en gran felicidad infantil, tienen la manía de comparar los bombones con las fotos de planetas que han visto en las láminas de alguna enciclopedia, en especial, les fascina Saturno.
Nunca he comentado con nadie acerca de la existencia de mis pequeños inquilinos, compañeros de mis vigilias nocturnas, pues a causa del particular, constatarían mi locura.
Da cierta envidia ver mi rostro frente al espejo y saberme envejeciendo cada día, mientras ellos siguen igual: tan lozanos como eternos infantes burlando el paso de los siglos; observando el mundo por la mirilla de la puerta; cazando cucarachas; ya desordenando mi cuarto, ya en sus monótonos juegos; durmiendo entre mis libros durante el día; y renegando con cierto aburrimiento durante la noche; o con la alegría frugal que les ocasiona la llegada de un libro nuevo, que me arrebatan de las manos y apresuran a leer, antes que yo.
viernes, 11 de enero de 2008
LA ISLA.
Ronald Orellana.
En las grutas inescrutables de una isla deshabitada perteneciente a alguno de los mares australes, se han encontrado pinturas de pajarracos, elaboradas con el artificio de unir ambas manos.
Por hoy, no se si algún día penetraré en ese hueco genital, pero el imaginarme dentro de esas cavernas, me lleva a este espejismo: una mujer de piel cetrina, sale de un rincón en sombra a atizar las brasas de lo que quedó de la fogata nocturna. Con un niño prendado de sus senos.
Según inferencias de los entendidos en el tema, los habitantes de la isla oficiaron una serie de ritos a la propiciación de sus dioses o parientes tutelares, construyeron enormes efigies en su honor (¿acaso para engendrarlos en la piedra?); edificaron grandes templos y ciudades [1]; se ataviaron de lujosos atuendos; fueron diestros en la pesca y la crianza de crótalos para su propio consumo.
Nada se infiere de sus conductas bélicas, salvo que una generación dejó de propiciar a los dioses; asesinó a la casta sacerdotal (a tanto llegó la vendetta, que en las calles no se soportó el hedor de la sangre); decapitaron a las estatuas; y quemaron los templos y ciudades. Después de la revuelta, los hombres corrieron desnudos hacia los árboles, y se dedicaron al llamado culto del pájaro.
Otros sostienen que los hechos sucedieron la inversa, pues los nativos no tenían nuestra concepción espacio temporal. Esta tesis anula el desenfreno y la violencia. En mi opinión es tan ingenua y banal como la antecedente teoría.
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[1] En las excavaciones se han encontrado lechos de carbón, leña y cuerdas las cuales son argumento suficiente para sostener que los aborígenes pertenecían a una cultura muy avanzada.
[1] En las excavaciones se han encontrado lechos de carbón, leña y cuerdas las cuales son argumento suficiente para sostener que los aborígenes pertenecían a una cultura muy avanzada.
miércoles, 2 de enero de 2008
Vida, pasión y muerte del anti-hombre. II (Pedro Geoffroy Rivas)
Un niño triste a veces se me asoma a los ojos,
Pálido niño, pálido de silencio y anhelo.
A veces también lloro por mi frustrada ancianidad,
Grito sobre mi muerte lejana y prematura,
Sumergido en angustia,
Como quien hunde la cabeza en una almohada
Para que nadie vea sus latentes racimos de tristeza.
Mi corazón de túnel abierto a la esperanza
Se anegó de preguntas al descubrir el mundo.
Flor de monstruosos pétalos que sabían a sombra,
Fue deshojando el lento conocer de las cosas.
Mía fue la sangrienta martingala
De pasión despeñada y sin sosiego.
Míos fueron los álgidos delirios de flechas desatadas,
De torrente sin rumbo, de soledad sin alas.
Míos fueron los surcos del hombre sin semillas,
Mía la herida cruenta.
Mío el sonido ciego.
(Como de lentos nudos desatándose,
como de negros faros viejas luces
que despiertan así, de noche, sin motivo
para espantar fantasmas de velas en el sueño,
como de antiguas tumbas respiración sin sombra,
como coronas, grillos, o como rejas duras
de cárceles de donde nunca debe salir lo que penetra
como helados museos de momias y de trajes sin cuerpos,
como sueño sin sueños,
como muerte).
Ah, la respuesta entonces de verdades inciertas.
Ah, la escueta y tremenda negación de la duda.
La mentira a la altura de la sed y la fiebre
Y la atónita espera desangrándose en versos
Y el inquirir sin término y el preguntar por nada.
Pálido niño, pálido de silencio y anhelo.
A veces también lloro por mi frustrada ancianidad,
Grito sobre mi muerte lejana y prematura,
Sumergido en angustia,
Como quien hunde la cabeza en una almohada
Para que nadie vea sus latentes racimos de tristeza.
Mi corazón de túnel abierto a la esperanza
Se anegó de preguntas al descubrir el mundo.
Flor de monstruosos pétalos que sabían a sombra,
Fue deshojando el lento conocer de las cosas.
Mía fue la sangrienta martingala
De pasión despeñada y sin sosiego.
Míos fueron los álgidos delirios de flechas desatadas,
De torrente sin rumbo, de soledad sin alas.
Míos fueron los surcos del hombre sin semillas,
Mía la herida cruenta.
Mío el sonido ciego.
(Como de lentos nudos desatándose,
como de negros faros viejas luces
que despiertan así, de noche, sin motivo
para espantar fantasmas de velas en el sueño,
como de antiguas tumbas respiración sin sombra,
como coronas, grillos, o como rejas duras
de cárceles de donde nunca debe salir lo que penetra
como helados museos de momias y de trajes sin cuerpos,
como sueño sin sueños,
como muerte).
Ah, la respuesta entonces de verdades inciertas.
Ah, la escueta y tremenda negación de la duda.
La mentira a la altura de la sed y la fiebre
Y la atónita espera desangrándose en versos
Y el inquirir sin término y el preguntar por nada.